Extraido de www.lacapital.com.ar Domingo, 06 de octubre de 2013 07:57 | Turismo
Escrito por Ricardo Luque / La Capital (rluque@lacapital.com.ar)
Los libros de la buena memoria: historias y poesía, otra dimensión de Nueva York
"Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabás de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarlo por teléfono cuando quisieras”, J.D. Salinger, “El cazador oculto”.
Son tres, dos adolescentes, una algo mayor que la otra pero mucho más bajita y seria, y un hombre al que la gruesa campera que apenas lo deja moverse lo hace lucir gordo y torpe. Acaban de quitarse los patines con los que estuvieron dando vueltas y vueltas y vueltas por las pista de hielo del Bryant Park hasta que el sol empezó a ocultarse detrás de la alta hilera de edificios vidriados que se alzan sobre la Sexta Avenida y el frío, ese enemigo silencioso, empezó a arreciar.
Caminan a paso firme, el hombre un poco atrás, el ejercicio, una tortura que jamás hubiera imaginado en una vacación en Nueva York, lo dejó exhausto. Van en dirección al jardín de invierno del Bryant Park Grill, el elegante restó ubicado en el extremo sudeste del parque, pero pasan de largo, es evidente que su plan no es tomar un tazón de chocolate caliente, que les vendría muy bien, la temperatura bajó abruptamente y sería prudente buscar abrigo antes de que se haga de noche.
Dan la vuelta a la izquierda por la calle 40 y después otra vez a la izquierda por la Quinta Avenida, trepan dando largas zancadas los peldaños de piedra, pasan frente a la mirada hierática de los leones que custodian la entrada y buscan el portal de la Biblioteca Pública. Es imponente, legendaria y curiosamente familiar, aunque nunca antes habían estado ahí, conocen cada rincón del amplio hall ingreso, las farolas de hierro, las escaleras de mármol, el inmaculado silencio.
Es el lugar que Carrie Brandshaw, la protagonista de “Sex and the City”, elige para que tenga lugar la boda con su eterno enamorado, Mr. Big, porque, según su hondo convencimiento de escritora, es ése “el hogar de las grandes historias de amor”. Es también el último refugio de los sobrevivientes de la tormenta de nieve del filme apocalíptico de Roland Emmerich “El día después de mañana” que, en un intento desesperado por entrar en calor, alimentan una chimenea con libros.
Están ahí, con los pies helados, la sonrisa de oreja a oreja, porque en los pasillos quejumbrosos donde se guardan los libros, los que pide la gente a diario y los otros, los que se atesoran bajo siete llaves porque son valiosísimos, no sólo en metálico, en ese depósito irrumpe la primera aparición ectoplasmática de “Los Cazafantasmas” y los tres, el hombre que respira con dificultad y las dos adolescentes, la bajita y seria y la alta y risueña son fans de la película.
La vieron mil veces, adoran al Dr. Venkman, quien, a pesar de vivir, de perseguir y capturar fantasmas, no cree en los fenómenos paranormales. Es Bill Murray, acaso no haga falta aclararlo, y desde que lo vieron en “Los Cazafantasmas” lo siguen a sol y a sombra, mueren por la melancolía con la que mira Scarlett Johanson en “Perdidos en Tokio”, no pueden parar de reír cada vez que lo ven aparecer caminado a los tumbos y disfrazado de un muerto vivo, en “Zombieland”.
El salón de lectura es encantador, los escritorios de madera, las lámparas de mesa, los techos altos y claros, los libros alineados en estanterías interminables invitan a esa intimidad que piden, que se ganan, las historias escritas con sangre, sudor y lágrimas. Hay fantasmas, son invisibles, están escondidos en las páginas que alguna vez fueron leídas con esmero, con fruición, y después olvidadas, arrojadas a la basura, como las flores robadas en los jardines de Quilmes.
Mientras caminan por el corredor que los devolverá a la calle conversan animadamente, hablan de libros, de películas, de música, el tema se cuela en la conversación sin que se den cuenta, se enfrascan en una discusión sobre si “Ghostbusters”, la canción de “Los cazafantasmas”, es más pegadiza que “The Power of Love”, la canción de Huey Lewis & The News de “Volver al futuro”. No se ponen de acuerdo, pero no detienen la marcha, el frío les pisa los talones.
Bajan por Broadway, la pequeña los convenció de ir a Magnolia Bakery a comprar un muffin con chips de chocolate, lo hacen a regañadientes, el hombre porque no quiere gastar, cada vez que hace las cuentas envejece diez años, y la mayor, porque está a dieta y lo último que quiere en la vida es pararse frente a la vidriera de la tienda sin poder tirarse de cabeza sobre la pila de delicatesen que susurran su nombre como sirenas que tientan a los capitanes de barco en alta mar.
Al llegar a la esquina con la 12, paran a husmear en las mesas de saldo de The Strand, el legendario local que se jacta de tener 18 millas de libros viejos, raros y usados. La tarde anterior ya lo habían hecho, pasaron un largo rato viendo cartas oceánicas y dibujos a mano alzada de veleros en viejos libros de marinería, en el kiosco del Central Park. Era una tarde soleada, habían recorrido el “Literary Walk”, se habían tomado una foto junto a la estatua de Shakesperare y les sobraba el tiempo.
Fue un paseo tranquilo que empezó frente al Dakota Building, donde un loco obsesionado con “El cazador oculto” mató a tiros a John Lennon, siguió en el memorial “Imagine” en Strawbery Fields y terminó en el Museo Metropolitano. Hubo una parada para que las chicas se subieran a la escultura de bronce de “Alicia en el país de las maravillas” y posaran para la cámara y otra en el carrousel que hizo famoso la novela de J.D. Salinger, donde Holden Caulfield lleva a su hermana menor y, mientras la ve dar vueltas, se siente feliz por primera vez en su vida.
Hoy es distinto, la mañana en la pista de hielo el Bryant Park los dejó sin tiempo, casi sin energías, y el hombre quiere pasar por la Minetta Tavern. Les queda un poco a trasmano, ellos paran en Times Square, como todo turista que se precie de serlo, y el bar está en el corazón de Greenwich Village. No va a ser fácil convencer a las chicas de volver a atravesar la ciudad sólo para hacer lo que a él más le gusta y que mejor hace, hablar de libros, escritores, mientras toma una cerveza.
No fue fácil, pero lo logró, estaban agotadas, con más ganas de quitarse las botas y acostarse a dormir que de salir, pero lo hicieron. ¿Cómo lo consiguió? Contándoles que John Dos Passos, Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald bebían y charlaban en sus mesas, no, en absoluto, a esa hora y después de un día agitado, la literatura pierde sus encantos, al menos para dos adolescentes cansadas y hambrientas. Fue práctico: les mostró en internet fotos de las hamburguesas que sirven en el bar y problema resuelto.
El hombre se sentó de frente a la barra y trató de imaginar qué habrán sentido los grandes escritores que leyó, que admira y que quiere entrañablemente, cuando se sentaron en ese mismo lugar. Imaginó miles de historias, tomó un trago generoso de Samuel Adams, volvió la cabeza y miró a las chicas, que daban cuenta de la cena como si no les importara nada más. Pensó en Holden Caulfield, en el carrousel y las manos de los chicos queriendo hacerse de la sortija, cerró los ojos y sonrió.
Datos útiles
• Dónde parar: The Library Hotel, 299 Madison Avenue, hotel de diseño pensado par los amantes de la lectura, contiene más de 6.000 libros, un salón de lectura cálido y acogedor y un jardín ideal para poetas.
• Dónde comer: Minetta Tavern Restaurant, 113 MacDougal St., entre Bleecker y 3erd. St. Fundada en 1937, fue el refugio de varias generaciones de escritores en el corazón del bohemio del Geenwich Village.
• Imperdible: The Edgar Allan Poe Cottage, 2640 Gran Councurse, en el Bronx, la casa donde vivió sus últimos años el autor de “El cuervo”. Ahí escribió el poema “Ulalume” con el gato de la familia sentado en el hombro.
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